Inspirado en las líneas de pensamiento de Antonio Escohotado
En un mundo saturado de normas, etiquetas y doctrinas prefabricadas, la brújula moral se revela no como un conjunto de mandamientos grabados en piedra, sino como una delicada resonancia interior que nos orienta, si sabemos escucharla. No habla en imperativos categóricos, sino en ecos íntimos: ”¿Cómo me sentiría yo si esto me lo hicieran a mí?” Es ahí donde empieza el verdadero juicio ético.
Antonio Escohotado, heredero de una tradición filosófica que desconfía de la moral impuesta desde fuera, nos recuerda que la conciencia no es una obediencia ciega, sino una capacidad crítica, un arte de pensar y sentir por uno mismo. Y en ese arte, hay una regla de oro que, aunque simple en apariencia, contiene la arquitectura de una ética profunda: no hagas al otro lo que no desearías para ti mismo.
Esta máxima, tan antigua como universal, no necesita ser revestida de teología ni de legalismo. Funciona porque apela a la empatía radical, al reconocimiento de que el otro también sufre, también teme, también desea ser tratado con dignidad. Si dejamos que esa conciencia nos atraviese, descubrimos que muchas de nuestras acciones cotidianas —desde el modo en que hablamos a quien nos sirve un café, hasta cómo reaccionamos ante el error ajeno— están impregnadas de un potencial ético que ignoramos o despreciamos por rutina o por prisa.
Pero esta brújula no apunta hacia una bondad fingida ni hacia una moralina de escaparate. Escohotado nunca defendió una ética del autoengaño. La lucidez, para él, era inseparable de la honestidad: no se trata de parecer buenos, sino de hacernos cargo de las consecuencias de nuestros actos. La brújula moral no nos exige perfección, sino coherencia. No nos pide renunciar al conflicto, sino habitarlo con integridad.
Dejar de hacer lo que no quisiéramos recibir no es pasividad ni cobardía. Es un acto consciente de freno, de reflexión, de no tomar el atajo fácil del desprecio, del abuso o del juicio rápido. Es, en definitiva, la negativa voluntaria a reproducir la violencia que nos ha dolido, a perpetuar la indiferencia que nos ha marcado.
En tiempos donde la agresión se camufla de sinceridad, y la crueldad de autenticidad, la brújula moral vuelve a ser un arte revolucionario. No como un dogma, sino como una sensibilidad lúcida. No para vivir una vida de santos, sino para dejar de ser cómplices ciegos del daño.
La ética, en esta clave, no es un conjunto de prohibiciones, sino una ampliación de conciencia. Y cuando nos descubrimos capaces de mirar al otro como a un igual —no desde la condescendencia, sino desde la identificación—, algo cambia. Porque entonces, por un instante al menos, el mundo deja de girar solo en torno a nuestro ombligo, y empezamos a orientarnos no por el interés, sino por la dignidad.
Esa es la brújula. No perfecta. No infalible. Pero humana. Y profundamente necesaria.